Por Lorena Fríes *
Estamos a pocos días de iniciar el fin de la transición. Por fin, el legado férreo del General Pinochet y Jaime Guzmán quedará atrás y con ello, la Constitución del 80. Muchos y muchas ansiamos que en esa nueva carta se vea reflejado el Chile que somos y el que queremos ser. No más a un modelo que exacerba las desigualdades y violencias, no más a la depredación de nuestros bienes comunes, no más a la política encerrada en sí misma y no más a las violaciones a los derechos humanos.
Lo que hemos vivido es una grave crisis de derechos humanos, que tiene como anclaje la Constitución del 80, pero que con el tiempo y la falta de voluntad política se naturalizó. Los derechos sociales, los derechos políticos, la igualdad y no discriminación, por nombrar tres pilares de los derechos humanos, no fueron parte de la convivencia en estos años, hasta que entendimos que no es posible vivir sin mínimos de dignidad. Eso fue el 18 de Octubre, una rebelión de un pueblo hastiado, frustrado de sobrevivir. La respuesta fue la represión y las graves violaciones a los derechos humanos registradas por organismos nacionales e internacionales: detenciones ilegales, lesiones oculares, violencia sexual, tortura, en magnitudes que esperábamos nunca más se produjeran, menos bajo un régimen democrático, fueron el costo para el camino que se abrió.
Ningún pueblo debe pagar ese costo.
Las recomendaciones que se le hicieron al Estado en esos informes se centraron en el cese inmediato de estos atropellos y en la prevención, para evitar su recurrencia. Nada serio se ha hecho. Peor aún, el problema continúa y estas violaciones se han sumado otras, derivadas del incumplimiento de la obligación de verdad, justicia y reparación. No se cuenta aún con cifras oficiales coincidentes sobre la magnitud de dichas violaciones, tampoco se han emprendido reformas estructurales que impidan que vuelvan a ocurrir, en particular en relación con las Fuerzas de Orden y Seguridad. El gobierno sigue negando el carácter de hechos graves vulneratorios de los derechos humanos sin ofrecer disculpas públicas, y los hombres y mujeres que participaron de las movilizaciones, mayoritariamente jóvenes, siguen, en muchos casos, presos mientras sus victimarios, agentes del Estado, se encuentran en libertad.
Aproximadamente 8.600 causas se abrieron entre el 18 de octubre y enero del 2021 y de esas, sólo 3.480 siguen vigentes, es decir, más de 5.000 se cerraron quedando las víctimas y sus familias en la total indefensión. Los presos de la revuelta en muchos casos siguen bajo el régimen de prisión preventiva, superando el tiempo legal de encierro. Se ha aplicado legislación especial como la Ley de Seguridad Interior del Estado y se los ha estigmatizado como delincuentes o terroristas. A ello se suman decisiones del poder judicial y de otros organismos como el Consejo de Defensa del Estado que, por defender los intereses pecuniarios del fisco, dan la razón a quienes niegan el abuso policial que la ciudadanía vive a diario. Por su parte, el Congreso avanza lenta y tardíamente en propuestas que respondan a la situación.
La impunidad es de larga data en Chile, se filtra y expande en los poderes del Estado.
Un Estado democrático tiene como principal obligación organizar al poder público para garantizar los derechos humanos de las personas que lo habitan. En concreto, investigar – no como una simple formalidad destinada al fracaso-, perseguir, enjuiciar y condenar a los responsables de las violaciones a los derechos fundamentales, en el marco de un debido proceso que garantice el acceso oportuno y efectivo a la justicia.
Nada de esto ha ocurrido en Chile y la respuesta del Estado ha sido la impunidad frente a las atrocidades cometidas por un pueblo que defendió sus derechos en las calles.
(*Directora de Corporación Humanas)