Por Carlos Klein Díaz y José Ignacio Portiño, abogados de la Defensoría Popular de las y los Trabajadores
Durante los últimos años, problemas asociados a la salud mental han sido una constante para trabajadoras y trabajadores. Agobio laboral, inseguridad sobre las condiciones en el trabajo, situaciones de violencia, agotamiento y ansiedad. Actualmente, alrededor de un quinto de las personas mayores de 18 años tiene dificultades de este orden. El número de licencias que se han emitido en los últimos años parece establecer una relación importante entre malestar laboral y salud mental. Y aunque el acceso a atención en salud mental ha aumentado progresivamente, cabe preguntarse si la psicoterapia o las alternativas farmacológicas son suficientes para abordar el malestar. Después de todo, hay situaciones que tienen relación con las condiciones en que se desarrolla nuestro trabajo y son ellas las causas del sufrimiento.
Estamos insertos en un sistema laboral que apunta a la flexibilización, cuyas formas de contratación precarizan el vínculo laboral, al mismo tiempo que nuestras remuneraciones disminuyen proporcionalmente al aumentar el costo de vida. Nos desenvolvemos en un contexto de inseguridad y presión constante, donde la protección de la salud y bienestar no pareciera ser un factor relevante. No es extraño, entonces, que se levanten movilizaciones en orden a atacar el agobio laboral, ni que los trabajadores tomen decisiones drásticas sobre su vida a causa de lo pésimo que lo pasan en el trabajo.
Dejar la negociación de las condiciones laborales a los individuos empleador y trabajador, equivale en la práctica a dejar la decisión al empleador.
Una serie de leyes laborales han sido promulgadas en este escenario. Estas apuntan a incidir en la jornada laboral, mejorar la compatibilización de tareas, y proteger la dignidad de las y los trabajadores. Lamentablemente, se trata de normas que en sus declaraciones de principios promueven modificaciones relevantes para las y los trabajadores, pero cuyo impacto efectivo resulta menor que el ruido que generan. Ya sea por debilidad de las posiciones del Gobierno, transacciones parlamentarias en un escenario desfavorable o ceguera selectiva sobre la realidad laboral, la tramitación legislativa ha permitido leyes con problemas de técnica legislativa y dificultades para su aplicación.
Son los casos de la ley de conciliación de la vida familiar, donde la indefinición para resolver las diferencias entre las propuestas de trabajadores y empleadores ha impedido lograr el fin de recoger las necesidades efectivas de cuidado planteadas como parte central de la ley 21.645; todo el revuelo que se dió a días de la implementación de la rebaja de una hora en la jornada a propósito de la fórmula proporcional señalada en la ley de las 40 horas, además de la deformación del proyecto original, que hoy nos tiene con una progresividad de cinco años e introducción de fórmulas de flexibilidad; o, finalmente, los problemas de la ley Karin, que si bien intenta mejorar procedimientos y definiciones sobre materias de acoso laboral y sexual y violencia en el trabajo, corre el riesgo de ser poco efectiva en su cometido, y generar un mayor colapso de los órganos administrativos.
Nos desenvolvemos en un contexto de inseguridad y presión constante, donde la protección de la salud y bienestar no pareciera ser un factor relevante.
En resumen, tenemos iniciativas nobles y una retórica grandilocuente, pero con defectos que ponen en riesgo su aplicación y el efectivo cumplimiento de las metas declaradas. Con todo, hay un segundo elemento problemático que estas normas tienen en común: el lugar completamente secundario de la organización sindical. En la ley Karin no existe ninguna mención al actor colectivo, mientras que en la ley de 40 horas sólo aparece como posible actor de negociaciones voluntarias para el empleador y, peor aún, como el que posibilita un sistema de ciclos que desnaturaliza toda la rebaja implementada y nos lleva a máximos semanales más altos que los que actualmente existen en la ley. En la ley de conciliación los sindicatos aparecen relegados para negociar solicitudes de feriado durante el periodo de vacaciones escolares. No se comprende que la ley no considere a las organizaciones de trabajadoras y trabajadores como un actor relevante para su implementación. Así, se olvida el factor básico que se da en la relación laboral: su asimetría de poder. Dejar la negociación de las condiciones laborales a los individuos empleador y trabajador, equivale en la práctica a dejar la decisión al empleador.
En esta línea, no resulta novedoso entonces que la solución guarde relación con la potencialidad que tienen las organizaciones sindicales para subvertir esa inequidad fundamental. Los sindicatos recogen las necesidades concretas de sus bases, conocen las particulares condiciones de trabajo y, por tanto, deberían ser considerados como actores en la primera línea de todas estas normas. Se trata de actores colectivos indispensables para la implementación de cualquier política laboral y entregarles mayor participación es una mejora en la posición colectiva de las y los trabajadores.
Nuestra atención debe dirigirse hoy hacia los proyectos que apunten a realzar el rol de las organizaciones de trabajadores y trabajadoras: nos referimos, principalmente, a la posibilidad de volver a instalar en Chile la negociación colectiva ramal. La apertura a otros niveles de negociación permite entregar mayor poder a las organizaciones sindicales, salir de los límites de la empresa y acercarse a la forma concentrada en la que operan los capitales. Con ello, aumenta la posibilidad de las organizaciones sindicales de decidir sobre las condiciones en que se desarrolla su trabajo y la retribución de sus frutos.
En definitiva, la negociación colectiva ramal tiene un efecto nivelador en la distribución de la riqueza, lo que implica mejores remuneraciones. Pero también debería ser el espacio para replantear las condiciones efectivas en que se realiza ese trabajo. Es necesario que aparezcan los problemas que afectan a la enorme mayoría de personas: agotamiento, fragilidad, hostigamiento, estrés, falta de sueño, abuso, entre otras. El hecho de trabajar no debería ser fuente de tantos males, se trata, en el fondo, de la actividad que tienen en común todas las personas que necesitan de su trabajo para vivir, ¿por qué tiene que ser una condena? Trabajar menos, obtener mejores remuneraciones y tener voz en las decisiones sobre la forma en que se produce, son vías directas para abordar el malestar en el trabajo.
Todo esto se traduce, en definitiva, en un desafío actual y futuro: debemos pensar qué tipo de organizaciones de trabajadoras y trabajadores necesitamos para hacer frente a las dificultades del mundo laboral. ¿En qué dirección deben apuntar las normas laborales? Entregar mayor poder a los sindicatos es una manera de poner en el centro de la discusión las condiciones en que trabajamos y las condiciones en que vivimos, y en las que queremos vivir. Ante las nuevas dificultades que enfrenta la clase trabajadora, necesitamos una solución antigua. Para poder vivir mejor, nuevamente decimos: ¡trabajadores al poder!