*Por Bárbara Barraza Uribe
En el proceso constitucional que se encuentra en curso no sólo se acordarán los principios de organización política, también se definirán los principios normativos para la sociedad chilena. Luego del rechazo al proyecto constitucional se ha argumentado ampliamente, y desde diversos sectores políticos, que un error de la Convención y sus convencionales fue relevar demandas identitarias, dado que esto actuó en “detrimento de la democracia” según los críticos de las políticas de la identidad. Sin embargo, estos mismos críticos no han manifestado una alerta real frente a las declaraciones de representantes Republicanos en el Consejo Constitucional, quienes han afirmado que argumentarán y votarán en función de sus creencias religiosas.
Las democracias occidentales y occidentalizadas (como es el caso de Chile) presuponen que el debate político se debe dar en términos abstractos, universales y descorpoerizados. Esto implica, a su vez, la división del mundo en dos esferas, la pública (en la que las personas se deben ajustar a estos criterios) y la privada (en la que entran en juego las subjetividades). La libertad religiosa pertenece a la segunda. No obstante, en el contexto actual, la participación pública de estos grupos religiosos conservadores ya no cumplirá con los criterios de abstracción, universalidad y descorporeización.
Siguiendo a Iris Marion Young, en su texto La justicia y la política de la diferencia (2000), ella define grupo social como: “Un colectivo de gente con afinidades mutuas que surgen de un conjunto de prácticas o formas de vida; un colectivo tal que se diferencia de al menos de otro grupo, o es diferenciado por éste, de acuerdo con estas formas culturales”. Los grupos católicos y otros cristianos conservadores pueden ser considerados grupos sociales, ya que sus formas de vida se encuentran definidas por su doctrina religiosa, y en función de éstas, se diferencian del grueso de la sociedad chilena. Para graficar, según los datos de la última Encuesta Religión Global 2023, un 59% de la población chilena se declara cristiana en sentido amplio. Es decir, es importante notar que esta declaración no es necesariamente sinónimo de practicar alguna vertiente conservadora del catolicismo ni de otras del cristianismo. Más aún, de los países encuestados en la región, Chile es el país que tiene la mayor cantidad de personas que declara no seguir alguna religión (29%).
Es necesario no perder de vista que estos representantes promueven sus visiones como urgentes, necesarias y positivas para nuestra sociedad -pretendiendo la hegemonía social y cultural-, sin dar cuenta de la particularidad religiosa de estas, las cuales no son compartidas por todas las personas en nuestra comunidad política. Entonces, es necesario mirarlos como un grupo social bajo la perspectiva de las políticas de la identidad, y también ideológico, ya que están promoviendo sus formas de pensamiento y vida para el conjunto de nuestra sociedad.
Sin embargo, al parecer, la ausencia de marcas explícitas tales como: la pigmentación de la piel, una identidad de género no-masculina o no-normativa, hablar una lengua materna no-occidental, usar vestimentas que no caben dentro de los cánones occidentales, o profesar una forma de creencia vinculada a la naturaleza y que no sea monoteísta, hacen desaparecer estas particularidades para los críticos de las demandas identitarias. Esto es contradictorio con las argumentaciones presentadas por estas personas, ya que, según las mismas, las demandas ancladas en visiones y experiencias particulares pondrían en riesgo a la democracia. Pero, ¿qué pasa cuando estas demandas que igualmente están ancladas en visiones y experiencias particulares son tan occidentalizadas y blanqueadas que pasan por “debajo del radar” de estos vigilantes de la democracia? ¿Son entonces, las demandas identitarias el problema, o lo son exclusivamente las demandas identitarias de los pueblos originarios y/o las asociadas al feminismo?
*Por Bárbara Barraza Uribe es cientista política e integrante de la Red de Politólogas.