El valor de los desacuerdos

Por Javier Pascual, Coordinador Ejecutivo de Fundación Momento Constituyente

 

Después de dos largos días de deliberación, la Convención Constitucional por fin tiene una nueva directiva, conformada por María Elisa Quinteros y Gaspar Domínguez. Se trató de un proceso tan extenso como controversial, que algunos sectores tildaron de innecesario, caótico, o incluso un vaticinio sobre el fracaso de la labor de la Convención. ¿Es tan así?

 

En lo concreto se podría atribuir esta sensación a los problemas propios del sistema de elección papal, pésimamente aplicado en esta ocasión por no asegurar las condiciones para su éxito. Alejarse del ruido de la plaza pública – o las redes sociales, que no es lo mismo, pero es igual – y obligar a los participantes a permanecer en el lugar no son caprichos de la Iglesia Católica, sino elementos necesarios para forzar la negociación y la deliberación entre los participantes.

 

Pero más allá de lo técnico, es necesario entender que Chile tiene un historial político reciente complejo. La dictadura volvió peligroso hablar de política, y la transición no hizo lo suficiente para devolverla a la vida cotidiana. La educación para la ciudadanía ha sido escasa y el sistema binominal hizo que durante mucho tiempo se arraigara una elite política conformada por tan solo dos fuerzas: una izquierda y una derecha, un oficialismo y una oposición, una fuerza impulsora y una resistencia. Todo lejos de una ciudadanía desencantada que veía desde sus hogares pelear a quienes, en esencia, eran iguales.

 

A esto se suma que, durante décadas, nuestra actual Constitución ha destacado por la rigidez con la que amarró una serie de derechos y deberes, y construyó un modelo de sociedad inalterable. Dicha rigidez le quitó todo valor a la política, convirtiéndola en un espacio estático y truncado, donde cualquier cambio sustancial no podía ser admitido. Un espacio de desesperanza que terminó por convencer a la ciudadanía que las instituciones de representación no tienen valor alguno.

 

No es raro, por lo mismo, que cada vez que dentro de la Convención Constitucional han existido puntos de desacuerdo, en la opinión pública se haya establecido una sensación de inestabilidad o se hayan tildado las discusiones como “escándalos”. Hemos formado una cultura que no valora el disenso, la discusión y el diálogo, porque los acuerdos fundamentales ya habían sido tomados e impuestos durante la dictadura. Y sin embargo, una y otra vez la Convención ha salido de dichos entuertos de manera diplomática, desarrollando negociaciones y llegando a acuerdos aprobados, en general, con amplias mayorías.

 

El escenario político ha cambiado. La derogación del sistema binominal abrió espacio para nuevas fuerzas políticas, y el sistema especial para la elección de Constituyentes – sumado al clamor popular por rostros independientes en la discusión – hizo que aparecieran aún más, siendo estos más diversos tanto en características como en intereses. Los rezagos de la guerra fría se extinguen y no existe una sola izquierda ni una sola derecha, sino una cantidad importante de grupos cuyos matices los hacen difíciles de situar en una línea recta. Ante un nuevo escenario político, es necesario que entendamos que también debe cambiar la forma de hacer política, y que la Convención Constitucional se ha conformado como un espacio experimental de aquello.

 

Se trata de una política más participativa y transparente, pero también una política más pluralista, que se entiende dentro de una sociedad compleja, de múltiples realidades e intereses. Una política donde los acuerdos no son obvios ni vienen dados, donde la negociación es más extensa y donde las alianzas son clave. Una política en que las mayorías circunstanciales no son suficientes, porque requieren de mucha discusión, empatía y escucha. Pero sobre todo, es una política que valora los desacuerdos, porque en ellos se abre un espacio para “hacer política”, para negociar e incluso para innovar.

 

En este contexto, la Convención deberá valorar la idea de no forzar acuerdos que vayan más allá de lo necesario cuando ya comience la deliberación propiamente constituyente. Recordemos que la regla de 2/3 obedece a la necesidad de que lo que quede plasmado en la nueva Constitución esté relacionado a grandes acuerdos sociales que sean sostenibles, y no a mayorías circunstanciales. La hoja en blanco se convierte en un mecanismo fundamental en este proceso, pues todo lo que no alcance acuerdos supramayoritarios quedará sujeto a legislación simple. Así, el desacuerdo permitirá que los procesos legislativos puedan actuar ante los constantes cambios sociales en el futuro.

 

El disenso en la Convención, en ese sentido, es un lugar importante para darle relevancia a la política del futuro, haciéndola capaz de responder a los vertiginosos cambios sociales de manera más ágil y oportuna y darle pertinencia territorial a las políticas, evitando amarres constitucionales. De no haber acuerdos en la Convención hoy, el dejar espacio para el sano debate y la deliberación política del mañana no sólo es deseable, es necesario.