*Por Darío Cuevas
Luego de observar el categórico triunfo del Rechazo durante el 4 de septiembre de este año, muchas de las esperanzas puestas en la nueva Constitución comienzan a desaparecer, no queda más que resignarse y volver al punto de partida: la cultura como concepto marginado de las preocupaciones constitucionales, la cultura como elemento secundario, la cultura exiliada a la periferia de los intereses de la República.
Disculpen mi incomodidad, pero falsear mi preocupación por el devenir de las culturas, artes y patrimonios en nuestro país, sólo pudiera llevarme a un cinismo irritante.
La derrota de septiembre propone un escenario precario para la cultura en general, pues pasó de la oportunidad de estar presente en la carta magna y ser relevada como un derecho fundamental a volverse un elemento secundario y poco presente.
La posibilidad de relevar el concepto de cultura en las preocupaciones del Estado, incluyendo temas como acceso y fomento, e incursionar en materias de investigación, ciencia, derechos de autor y digitales, se vio dramáticamente pérdida. Observemos el artículo 92 del texto, mismo que establece el derecho al acceso a la cultura y los conocimientos desde diversos ámbitos y expresiones.
El artículo señala: “Toda persona y comunidad tiene derecho a participar libremente en la vida cultural y artística y a gozar de sus diversas expresiones, bienes, servicios e institucionalidad. Tiene derecho a la libertad de crear y difundir las culturas y las artes, así como a disfrutar de sus beneficios. Asimismo, tiene derecho a la identidad cultural y a conocer y educarse en las diversas culturas”.
El acceso manifiesto, para personas y comunidades abría una puerta hacia la descentralización de la cultura, ya no como mero consumo cultural sino como un derecho fundamental. Esta sola transformación, dejaba un camino para la expresión de las culturas. Sí, «esas» , esas que son en plural y diversas, invisibilizadas durante siglos por la idea de una cultura centralizada y hegemónica.
El debate sobre la diversidad cultural y la inclusión del variopinto patrimonio chileno, se jibarizó en la opinión pública, a tal punto de quedarse reducido a si las expresiones culturales de los pueblos originarios eran más o menos importantes que las hasta ahora impulsadas por el Estado chileno. No se consideró que la puerta que abría un artículo presentado, que admitía la diversidad cultural, también lo hacía para expresiones locales y territoriales como la identidad del propio Aconcagua, ese territorio hasta ahora desarticulado por las decisiones del centralismo hegemónico que hoy sólo vive en la memoria nostálgica y añorante.
¿Y qué hay del incentivo a las culturas, artes y patrimonios? Para nadie es un misterio que los escasos instrumentos y aportes estatales son insuficientes para el fomento de la actividad artística, sobre todo en una etapa en que el mundo ha hecho de la cultura una industria pujante que empieza a cambiar el destino de las naciones, y no es una licencia poética mía, es un hecho observable y ampliamente reconocido. Ahí están conceptos como el de economía naranja, acuñado por el Banco Interamericano de Cultura o ejemplos de cómo el patrimonio étnico de algunas comunidades se volvió fundamental en el desarrollo y producción del turismo, cine y videojuegos.
Aquel borrador constitucional establecía un mandato específico del Estado para el fomento de la actividad cultural, el que debería de promover y fomentar, junto con garantizar la interrelación armónica y el respeto de todas las expresiones simbólicas, culturales y patrimoniales, sin importar, sean estas materiales o inmateriales.
En este contexto, donde no se puede llorar sobre la leche derramada urge comenzar diálogo y no perder de vista el objetivo: lograr poner la cultura como una preocupación constitucional, asegurar su fomento y desarrollo y, de una vez y por todas, aceptar la diversidad como una característica fundamental de la expresión del Chile contemporáneo.
*Darío Cuevas es sociólogo y presidente de la Corporación Cultural de Putaendo.