La crisis en Afganistán: No hay derechos adquiridos para las mujeres

Por Carolina Carreño Orellana*

Es imposible no hacerse parte de lo que está ocurriendo en Afganistán: acuerdo mediante, las tropas estadounidenses se han retirado del país poniendo fin al control que ejercieron desde las Torres Gemelas y han dado paso al restablecimiento de una de las culturas más represoras de la historia. En cuestión no de meses, sino de días, los talibanes –y sin resistencia– han recuperado el control y con ello el fin de los derechos de cientos de miles de mujeres. Hasta hace pocas semanas, cientos de mujeres –quizá como nunca en su vida– tenían la libertad de estudiar, trabajar y hasta poder salir a la calle sin un hombre o sin la burka, sin ser brutalmente castigadas. ¿Alguien pensaría que eso es posible en nuestro mundo occidental?

No nos equivoquemos. Esto no es religión. Los talibanes imponen reglas sociales coercitivas que no están en el Corán. Ahora, ¿por qué el ensañamiento contra los derechos de las mujeres? Décadas atrás, durante la vigencia del Emirato Islámico de Afganistán en Afganistán, los talibanes se hicieron famosos internacionalmente por su sexismo y violencia contra las mujeres y el trato a las mujeres bajo el argumento de crear un «ambiente seguro donde la castidad y la dignidad de las mujeres puedan ser sacrosantas una vez más» principalmente, según lo que rigen las creencias acerca de vivir en Purdah. El Purdah o Pardaa («cortina») es la práctica en la cultura musulmana e hindú del norte de la India de recluir y ocultar a las mujeres de los hombres que no sean sus parientes directos. De acuerdo con una definición: Purdah es una cortina de separación tajante entre el mundo del hombre y el de la mujer, entre la comunidad en su conjunto y de la familia que es su corazón, entre la calle y el hogar, lo público y lo privado, así como bruscamente separa la sociedad y el individuo. Existen varias formas de Purdah en el mundo islámico y entre las mujeres hindúes en algunas partes del norte de la India. En el mundo musulmán, que impide a las mujeres ser vistas por los hombres, está íntimamente ligada a una segunda forma moral, el concepto de Namus. Esta es considerada una categoría ética, una virtud en el Oriente Medio musulmán, y tiene un carácter patriarcal. Es una recia y vigorosa categoría de género en las relaciones dentro de una familia descrita en términos de honra, atención, respeto, respetabilidad y modestia. El término es frecuentemente traducido como «honra» y la desatención de dichas normas por parte de las mujeres, muchas veces el solo rumor o sospecha de ello, culmina en crimen de honor. En resumen, es una práctica impuesta por un grupo extremista patriarcal para mantener el control de la vida de las mujeres. 

Cuando los talibanes tomaron el control en Afganistán en 1996, esta “virtud” justificó que las mujeres no pudieran estudiar ni educarse, trabajar, vestir o salir libremente. Según el purdah talibán, a partir de los ocho años en adelante, a las niñas no se les permite estar en contacto directo con hombres que no sean un «pariente de sangre», esposo o suegro cercano. No se permite el empleo de mujeres en un lugar de trabajo mixto bajo el argumento que esto era una violación de purdah y a la ley sharia. Antes de que los talibanes tomaran el poder, a los médicos varones se les permitía tratar a las mujeres en los hospitales, pero pronto se introdujo el decreto de que no se permitía que ningún médico varón toque el cuerpo de una mujer con el pretexto de una consulta. Con un menor número de profesionales de la salud disponibles para las mujeres, las distancias que muchas tenían que recorrer para tener atención aumentaron, mientras que el número de clínicas prenatales disminuyó sustancialmente.

Si estas medidas no son cumplidas, la rebeldía es castigada, a menudo públicamente, ya sea como espectáculos formales en estadios deportivos o plazas de la ciudad o como golpes espontáneos en la calle. Las mujeres sorprendidas violando los decretos humanos muy habitualmente eran tratadas con extrema violencia, por mencionar unos mínimos ejemplos: las mujeres trabajadoras estaban obligadas a abandonar sus trabajos. El incumplimiento de las amenazas de los talibanes provocó que las mujeres sean asesinadas a tiros. Cuando una redada talibán descubrió a una mujer que dirigía una escuela informal en su departamento, golpearon a los niños y la arrojaron por un tramo de escaleras (rompiéndose la pierna) y luego la encarcelaron. Amenazaron con apedrear públicamente a su familia si ella se negaba a firmar una declaración de lealtad a los talibanes y sus leyes. Una niña afgana fue prometida a una nueva familia a través de un método tribal para resolver disputas. Cuando ella huyó, su nueva familia la encontró, y un comandante talibán ordenó que la castigaran como ejemplo, “para que otras chicas de la aldea [no] intenten hacer lo mismo”: ?le cortaron las orejas y la nariz y la dejaron, supuestamente muerta en las montañas, pero logró sobrevivir.

Ahora lamentable e inexplicablemente, las protestas de las agencias internacionales tuvieron poco peso con las autoridades talibanes, que dieron prioridad a su interpretación de la ley islámica y no se sintieron obligados por los códigos de las Naciones Unidas o las leyes de derechos humanos, legislación que consideraban instrumentos del imperialismo occidental. Después de la toma del poder por parte de los talibanes, la ONU esperaba que las políticas de género se volvieran más «moderadas» «a medida que madurara de un levantamiento popular en un gobierno responsable con vínculos con la comunidad de donantes».? Los talibanes se negaron a inclinarse ante la presión internacional y reaccionaron con calma a las suspensiones de ayuda. En enero de 2006, una conferencia en Londres sobre Afganistán condujo a la creación de un Pacto de Afganistán, que incluía puntos de referencia para el tratamiento de las mujeres. El Pacto incluye el siguiente punto: «Género: para fines de 1389 (año del calendario persa correspondiente a 20 de marzo de 2011): el Plan de Acción Nacional para la Mujer en Afganistán se aplicará plenamente; y, de acuerdo con los Objetivos de Desarrollo del Milenio de Afganistán, la participación femenina en todas las instituciones de gobernanza afganas, incluyendo los órganos elegidos y nombrados y el servicio civil se fortalecerán». Sin embargo, un informe de Amnistía Internacional del 11 de junio de 2008 declaró que fueron «más promesas vacías». Tan vacías como el acuerdo que hicieron con Biden.

Si alguien se pregunta qué tiene que ver esto con nuestra “sólida cultura liberal occidental que reniega de todas estas conductas extremas” quisiera dejarle sólo una reflexión: hace no muy poco aún era aceptado socialmente el acoso callejero (“es un piropo, no exageres”, ¿recuerdan?), y recién el año pasado se tomó conciencia del derecho que tienen las mujeres para decidir sobre su cuerpo; en esto en Latinoamérica nos lleva la delantera nuestro país vecino. Aquí han sido hace unos días un grupo de mujeres las que han cercenado una vez más esa opción para miles a quienes ni la píldora del día después ni el aborto en tres causales les significa una garantía si la administración sanitaria objeta su conciencia. Si hasta el obstetra nos encara si no queremos tener hijos y que debiéramos consultarlo con el marido. Es posible que alguien piense que estas actitudes sean ínfimas comparadas con lo que les ocurre a las afganas y que reclame que estoy exagerando (“¡Loca! ¡Se volvió loca!” ¿Hay alguna de nosotras que no haya recibido dicho epíteto si reclamamos por algo?). Pero no se olviden, todos, todas y todes, que estas son acciones de control ante la libertad de decidir de las mujeres. En Chile, en Argentina, en Europa y en el mundo.

Cada avance que hacemos las mujeres en el mundo de hombres son esfuerzos de generaciones. Si lo pudiéramos equiparar con el tiempo, un minuto de la vida de un hombre es una hora en la vida de una mujer. Los hombres históricamente han avanzado, crecido, inventado y conquistado por siglos. Todos ellos quedan registrados en algún famoso texto histórico. Pero nadie recuerda que para que ese inventor o conquistador fuera exitoso, una mujer estuvo usando su tiempo en hacer que eso fuera posible también: cuidando los hijos y la casa de ese futuro excelso personaje. “Hoy esas son las menos” dirán, nuevamente los detractores, ya que miles trabajan y no las obligan. Pues bien, sin recurrir al archi manoseado “reclamo” de la diferencia de sueldo entre hombres y mujeres, el impuesto rosa y todo lo “de más” que debemos pagar por ser mujeres, ay de aquella que intente adentrarse en un mundo exitosamente testosterónico, ya que habrán de sufrir el castigo público del cuestionamiento y el ninguneo de nuestros viriles pares (voces como el mainsplaning, gaslighting, manterrupting y bropiating que puede que suenen más occidental y socialmente permitido que ser azotada en público; pero la idea -les digo- no se aleja mucho del “pisoteo masculino”). Sin querer ser autorreferente, yo misma me he sentido discriminada en mi área: mis columnas han sido publicadas en “Carta al director” si no están suficientemente fundamentadas (lo que se traduciría en no tener al menos diez citas). Pero veo columnas de colegas masculinos que ni con una sola cita en su texto son incluidos en los “Artículos de Opinión”. Luego me pregunto: ¿Mi opinión vale menos por no citar? O dicho de otro modo ¿mi opinión vale menos por decir lo que pienso versus mis colegas hombres?

Pero volviendo al punto central, la efervescencia de una nueva Constitución nos hace soñar con nuevos derechos y libertades, la posibilidad de emparejar la cancha en la sociedad, para pobres, indígenas y también para las mujeres. Mientras tanto, no hay nada por dado o por dicho. Mientras el daño es explícito en el Medio Oriente, acá se disfraza con modernidad y progreso, pero en los hechos muchas diferencias siguen intocables. Es por eso que debemos recordar que ni la política ni una religión nos define y que la lucha es diaria, continua y cada hora cuenta. Lo que ocurre en el Medio Oriente es una tragedia y merece nuestro más enfático repudio. Toda pérdida de un derecho de las mujeres son años de retrocesos y eso es tan trágico como cierto: lo que han vivido en 20 años jóvenes mujeres que han podido trabajar y estudiar se les está arrebatando en horas y quizá no puedan recuperarlo en su propia vida. Es difícil imaginar en cuantas décadas podrán recuperar derechos tan elementales como estudiar, trabajar o salir libremente. Y nosotras, las occidentales, tenemos el deber de tomar conciencia de “nuestras libertades” y gritar a todo pulmón cuando otras pierden sus derechos, porque nunca sabemos cuándo podemos perder un derecho que creemos “ganado”… No exagero.

 

*Carolina Carreño Orellana es abogada de la Universidad Finis Terrae con magíster con distinción máxima en Derecho Público con mención en Derecho Constitucional en la Universidad Católica de Chile. Se desempeña como docente de la Universidad Católica Silva Henríquez del ramo Derecho Constitucional y trabaja actualmente en el Tribunal Constitucional. Asimismo, es Directora del Departamento Jurídico y de DDHH de la Fundación Equidad; Asesora Legal de la Federación de Enfermedades poco Frecuentes Chile (de FENPOF) y Miembro del equipo jurídico de la ONG Observatorio de Derechos Humanos (ODH).