*Por Alejandro Valdés López
A pocos días de iniciada la movilización social de octubre del 2019, conocimos el mensaje que Cecilia Morel, esposa del presidente Piñera, aterrada le envió a una amiga: “vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.
Esa es, quizás, la frase que mejor representa el sentido de esa revuelta, una rebelión ante el abuso, la prepotencia, la ironía y el cinismo de la élite chilena. Y, cuando hablo de élite, me refiero a los viejos oligarcas y los nuevos ricos, aquellos que detentan el poder real en Chile, los que deciden el curso de la economía y los ajustes de la política nacional.
El riesgo de perderlo todo, te lleva a ceder aquello que antes no habías estado dispuesto a entregar. Y el acuerdo del 15 de noviembre del 2019, fue la expresión más clara de aquella sensación. Los representantes de los poderosos de Chile se abrían a acordar cauces institucionales para salvar el pellejo propio. ¿Qué ganaron? Principalmente tiempo.
Nos ilusionamos con el resultado del plebiscito de entrada del año 2020 (78,28% para el Apruebo y 79% para la Convención Constitucional) y luego, en mayo del 2021, por la composición de los miembros de la Convención Constitucional. Pensamos que se materializaba el anhelado cambio en la forma de hacer política en el país. Variopinta, en la CC se incorporaron nuevos liderazgos, muchos sin partido, otros sin mayor protagonismo. Todas y todos reunidos en una Convención paritaria, que incluía a los pueblos originarios, representantes de los movimientos sociales e independientes de distintos colores.
Era el camino que la institucionalidad había definido para encauzar la rebelión y calmar a la señora Morel. Parecía que los poderosos habían comprendido efectivamente que había llegado el momento de compartir los privilegios. La esperanza y la alegría aparecían en las encuestas de opinión. Se percibía que, por fin, vivíamos un momento histórico que permitiría fijar su itinerario para realizar los cambios necesarios, que permitiera sentar las bases para resolver las necesidades y exigencias reclamadas por la ciudadanía en las calles y respaldada en las mediciones de opinión.
Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué ese proceso no fue exitoso?
Desde el mismo momento de la firma del acuerdo, sectores de la derecha se animan en la convicción de que no podían entregar tanto. Casualmente, la pandemia les dio el aire que necesitaban. Los debates públicos para la tramitación de los retiros de fondos de las AFP incorporan discursos populistas y fomentan el sálvese quien pueda.
La falta de vocación democrática de un vasto sector de la élite política y empresarial, los lleva a invertir recursos y medios para desprestigiar el proceso constituyente, aprovechando los errores no forzados y vulgarizando el debate. Es una élite conservadora que no comparte la necesidad de sentar nuevas bases institucionales que profundicen la democracia y los derechos sociales.
En segundo lugar, el diseño del itinerario constituyente fue una camisa de fuerza al proceso para elaborar la propuesta de nueva Constitución. Definiendo un plazo extremadamente acotado, basados en una supuesta urgencia, que no permitió llevar a cabo un proceso democrático en la profundidad que ameritaba, una vez más lo barato costó caro. Esto afectó en la desvinculación del proceso con la ciudadanía, al no generar instancias reales de participación popular. Algunos pensaron que realizar plenos en regiones o las iniciativas de norma eran suficientes formas de “participación”, confundiendo aquello con la apertura de espacios de debate.
Tercero, el voto obligatorio incorpora un importante sector de la ciudadanía que sufre de apatía social e individualismo. Desinteresada de la política en lo que no afecta su metro cuadrado, con un bajo nivel de educación cívica que le permita distinguir normas constitucionales de leyes políticas, o del ejercicio del gobierno de turno, y que se transforma en objetivo central de las tácticas comunicacionales de los conservadores.
Cuarto, algunos de los sectores progresistas cometieron el error de no leer adecuadamente las estrategias conservadoras y de la percepción de los sectores no politizados de la sociedad, lo que generó un exceso de confianza en el mandato otorgado por la ciudadanía, de autocomplacencia en las propias convicciones y de atrincheramiento en los intereses y visiones particulares. Hubo falta de unidad y de visión estratégica para proponerse consolidar esta etapa, sentar las bases de una nueva institucionalidad en acuerdos que permitieran convocar y representar de manera más clara a la ciudadanía en su transversalidad.
Y, el resultado del plebiscito de salida terminó siendo un mazazo en la cabeza, no solo para quienes estaban esperanzados en el Apruebo, sino que también para muchos que, votando Rechazo, lo hicieron pensando en que igualmente debíamos tener una Nueva Constitución. Por la cadena de acontecimientos posteriores, conozco a varios que votaron Rechazo, que hoy están arrepentidos. De los que votaron Apruebo, no he sabido de ninguno.
Y lo que vemos en las calles, en los grupos de trabajo, reuniones familiares y encuentros sociales es frustración y desesperanza. Los miembros de la élite gobernante se miran y huelen el ombligo unos a otros y se felicitan por las jugadas, que les han permitido mantener todo igual. La ambición y egoísmo de compartir sus privilegios, les ha vuelto a instalar la venda en sus ojos. Nada bueno podemos esperar de eso.
Decir que son los convencionales los que fracasaron es un simplismo, porque finalmente, fue la institucionalidad la que no dio el ancho. Lamentablemente para la señora Morel, lo cierto es que los alienígenas siguen ahí, en latencia.
*Alejandro Valdés Lopez es activista socioambiental de Putaendo