*Por Raúl Mendez
No existen condiciones, ni tiempos ideales para las reformas, ni para los procesos constituyentes. La historia constitucional nos enseña que los tiempos de crisis son los tiempos propiamente <<constitucionales>>, pues el pacto social sólo se renueva por necesidad y de esta surge su legitimidad. Se podría argumentar que, en principio, estos períodos son los menos adecuados para que surja una norma como la constitucional que, por sus contenidos, trascendencia y vocación de permanencia, exige condiciones de reflexión y objetividad que están bien lejos de las que se dan en la época que nacen. Sin embargo, son las sociedades las que precisamente exigen que dicha norma aparezca.
La expresión de los acontecimientos en los últimos años hacen manifiesta la necesidad de una nueva Constitución, no sólo por la votación del plebiscito de entrada, en que una mayoría electoral contingente que llegó a casi el 80% del electorado en la opción Apruebo, sino por manifestaciones que desde el Movimiento estudiantil de 2011 (y anteriores) ya expresaban el agotamiento de un modelo que se expresa y perpetúa, justamente, por la permanencia de la Constitución de 1980. De ello, es también expresión propiamente el estallido social de 2019. Pero también es sintomático que, ante el plebiscito de salida de la propuesta de nueva Constitución del 4 septiembre, no haya habido prácticamente ninguna fuerza política con vocación de mayoría que apostará por el Rechazo, sin a la vez comprometerse a la apertura de un nuevo proceso de redacción para generar otra propuesta.
Con ello es manifiesto, entonces, que estamos en medio de un Proceso constituyente (o destituyente, como le han llamado algunos ante la falta de una propuesta que destrabe el conflicto). Un momento que es extraordinario respecto de la política ordinaria y que está llamado a terminar por, precisamente, no estar diseñados los dispositivos sociales, políticos ni jurídicos para convivir con un proceso abierto de estas características. Respecto a las perspectivas de cierre, éstas son diversas. Podemos desembocar este período en una nueva Constitución que legitime nuestras instituciones tanto jurídicas, como políticas y sociales. O bien es posible, como pretenden algunos sectores, más bien extremos de la política coyuntural, cerrar el proceso a través de la facticidad del inmovilismo, caldo de cultivo en el período político actual para el advenimiento de movimientos demagogos.
El actual proceso constituyente (tanto en su perspectiva de constitución de una comunidad política como en tanto re-elaboración de un nuevo texto denominado Constitución), es una oportunidad en el actual escenario político. Sin embargo, abordarlo exige renunciar a ideas preconcebidas para poder hacer la lectura de la realidad nacional en un sentido integrador de las distintas visiones en disputa hegemónica. Como se señalaba, las Constituciones corresponden a una norma jurídica especial, entre otras cosas, por su contenido y pretensión de vigencia y permanencia en el tiempo, lo que exige necesariamente partir de un diagnóstico que reconozca y proyecte las condiciones políticas hacia el futuro, con vocación de apertura democrática para el desarrollo de una política posible y responsable con el país.
Posiblemente, una de las primeras renuncias dogmáticas que debe existir en el advenimiento de este nuevo proceso Constituyente, sea renunciar a la idea del Poder Constituyente como poder preconcebido y superior a cualquier otra forma de ejercicio del poder dentro de los márgenes de la política ordinaria. Es una renuncia compleja en un momento donde la discusión ha estado centrada en los llamados “límites” o “bordes” del nuevo proceso. Pero ciertamente no es lo mismo llevar a cabo un proceso de cambio constitucional hoy, en el contexto de instituciones democráticas preexistentes, que realizarlo a la deriva de procesos revolucionarios de finales del siglo XVIII. Lo anterior también debe llevarnos a renunciar a ideas refundacionales para abordar con altura de miras los desafíos propios de nuestro tiempo, proyectados hacia el futuro.
La idea del Poder constituyente que, como poder absoluto deviene de la traslación de la teoría de la soberanía monárquica y/o divino al orden democrático, le fue útil al constitucionalismo de la Ilustración cuando lo que se buscaba era encubrir intereses relativamente homogéneos de la clase (burguesa) dominante, ya no es sostenible en el orden actual de sociedades complejas, fragmentadas y democráticamente desarrolladas. El ideal de pueblo hoy se traslada y se configura a través de una articulación de distintos actores, grupos, partidos políticos, que sólo en el resultado de su consenso puede encontrarse ese viejo ideal del Poder constituyente.
Asumiendo este elemento, entonces sabremos que el desafío del proceso constituyente actual no es la disputa por asegurar uno u otro contenido en el texto constitucional a través de una suma de individualidades (como en cierto sentido devino parte del proceso llevado a cabo dentro de la Convención Constitucional y respecto del cual todos los sectores políticos debieran ser capaces de dejar de lado la pretensión de asegurar ciertos intereses). Sino que es la capacidad de proyectar la política a través de la nueva Constitución para que la expresión de mayorías políticas sean posibles a la vez que se asegura la estabilidad democrática. Algo que simplemente no es posible con la Constitución de 1980 que está pensada como dispositivo para contener a las mayorías políticas, reduciendo al mínimo sus márgenes de acción.
*Raúl Mendez es asesor de la bancada parlamentaria de Convergencia Social