Por Renato Garín, convencional constituyente del distrito 14 y profesor de Derecho de la Universidad de Chile
El pensamiento político de Fernando Atria se ha vuelto un tópico recurrente en la opinión pública. Su influencia, como un vector desde la academia a la Convención, es ya rastreable en el debate constituyente y en las normas que se dibujan en el horizonte. Si bien la mayoría de sus planteamientos no obtendrán los quorum necesarios para ser aprobados, su influjo sí dejará rastro en la nueva cultura política emanada de la Convención. Por ende, es útil intentar una descripción aguda del sistema de ideas que defiende Atria. Dada la densidad de sus referencias -y la extensión de sus publicaciones- es preciso analizarlo como un “autor”, esto es, como el productor de una arquitectura conceptual que pretende ser coherente, completa y sistemática.
Ordo Missae
La piedra angular del pensamiento de Atria se haya en su críptica obra La Forma del Derecho, publicada por la prestigiosa editorial Marcial Pons en 2016. Este extenso libro permite entender las raíces profundas de los postulados del autor. Allí, en la primera parte, Atria aborda los principales problemas teóricos del positivismo jurídico, en páginas que tienen una fuerte influencia de Ronald Dworkin, destacado profesor de la Universidad de Nueva York (NYU). En esta primera parte, el adversario de Atria es el “neconstitucionalismo”, una tendencia que el autor observa como una manifestación de banalización, desformalización y vaciamiento de los postulados centrales del positivismo jurídico.
En la segunda parte, el tema es idéntico, aunque cambia su “nivel de referencia”. A partir de una descripción del Estado Moderno, Atria elabora un retrato de la potestad jurisdiccional, propia del poder judicial, de la potestad legislativa, propia del parlamento, y de la potestad administrativa, propia del poder ejecutivo. Esta descripción no es novedosa en si misma, por el contrario, Atria sostiene que es su interrelación lo que merece atención:
La discusión interrelacionada de esas potestades (legislativa, jurisdiccional y administrativa) hoy no es tema de la teoría del derecho, que cree que nada sustantivo se juega en la caracterización de cada una. Pero, de nuevo, ese es su error.
Habiendo examinado la estructura formal del Estado moderno, sin embargo, llegaremos al mismo problema con el que la primera parte termina: veremos que esas estructuras no pueden dar cuenta de sí mismas. Lo que es lo mismo que decir: consideradas en sí mismas, son ideas muertas[1].
Así, Atria piensa que las estructuras fundamentales del Estado Moderno contienen un virus propagado, conceptualmente, por el positivismo jurídico, representado en sus patologías y discusiones mal comprendidas. Vivimos, entonces, bajo ideas muertas que sustentan a la modernidad. Estas ideas muertas estarían encarnadas en instituciones enfermas, deslegitimadas, encerradas en si mismas, como procesos kafkianos. ¿Qué es lo que ha muerto al morir las ideas de la modernidad? Atria contesta:
Esta pregunta es de capital importancia no solo porque es difícil identificar una patología sin tener claridad de cuál es la forma de existencia no patológica, sino adicionalmente porque eso que las formas intentaban hacer probable y en contra de lo cual se volvieron sigue siendo importante y «naturalmente» improbable. Nuestra pregunta, entonces, será cuáles han de ser, en nuestra época, las formas que lo hagan probable. La respuesta, por supuesto, no tiene por qué ser la misma en todos los casos: a veces podremos revitalizar las mismas viejas instituciones, una vez que entendemos su relación con esa idea informe que hoy nos resulta invisible; en otras nuevas instituciones serán necesarias. La posibilidad de que ambas opciones hayan devenido imposibles, en nuestra época de globalización y de capitalismo avanzado, ha de estar siempre presente, recordándonos que lo político mismo es improbable, pero al mismo tiempo manteniendo presente la urgencia del esfuerzo[2].
En otras palabras, el autor sostiene que la tarea estructural de la política, lo político en si, es revitalizar las viejas instituciones con aquella promesa de la modernidad que habría quedado trunca, teniendo presente que es posible y probable la necesidad de fundar nuevas instituciones. Para llevar a cabo esta tarea histórica, esta revitalización de Occidente, esta segunda venida de lo político, debemos comprender a cabalidad el código interno del lenguaje que utilizamos. Según Atria, la revitalización del Estado Moderno pasa por comprender la naturaleza del lenguaje bajo el cual ha sido construido. Es útil leerlo directamente de nuestro autor:
En efecto, para entender la estructura formal del Estado moderno es necesario entender la idea de que el derecho es la voluntad del pueblo. Pero para poder hablar de la voluntad del pueblo es necesario entender el modo de significación que caracteriza al discurso político, que es el de la teología política.
El problema de nuestro lenguaje político es el mismo que hoy afecta al lenguaje teológico: no entendemos el modo especial en que dicho lenguaje, que pretende dar historicidad a algo que trasciende la historia, significa. En el caso de la teología, esa incomprensión de su modo de significación es ocultada por el hecho de que creemos que entendemos el modo en que ese lenguaje significa, y entonces la teología es la descripción de un mundo fantástico y mágico en que vírgenes pueden parir, dioses portentosos pueden crear el universo en solo siete días, etc. Pero lo que es así descrito no es teología, sino idolatría. En el caso de lo político, también creemos que el modo de significación del lenguaje político es claro y nuestro problema es solo saber si sus descripciones son, de hecho, correctas: ¿es la ley la voluntad del pueblo o la de los poderes fácticos o grupos de presión, etc.? El punto no es tomar partido respondiendo positiva o negativamente esta pregunta. El punto central es entender la pregunta[3].
Aquí, por fin, se presenta el verdadero protagonista de la obra de Atria: la teología política. En la tercera parte, luego de 350 páginas de largas discusiones conceptuales, el autor nos da acceso al nivel de referencia más alto o abstracto de su obra: aquel referido a cómo el lenguaje político se ha dotado de sentido en la modernidad. Y la respuesta es tan sorprendente como abrumadora: es la teología -y no cualquier teología- la que se haya en la fibra del lenguaje político. Vista desde este ángulo, en la profundidad de su tratado esencial, la obra de Atria permite su lectura más clara, nítida y aguda. Podemos rastrear su devenir como pensador desde el incipiente ensayo Mercado y Ciudadanía en la Educación (2006), publicado en el contexto de las movilizaciones pingüinas. Luego, en La Mala Educación (2012), ya es un filósofo consolidado, ocupado de justificar un nuevo sistema educacional, prologado por dos líderes de las revueltas de 2011 y 2012. En El Otro Modelo (2013), se nos presenta como un pensador neokeynesiano, ocupado de sustituir al Ladrillo de los Chicago Boys por una nueva estructura estatal, una muralla de gasto público. En Neoliberalismo con Rostro Humano (2013), es un convencido de segunda venida bacheletista, donde observa que el socialismo es una escatología política cuyo “desenvolvimiento histórico” no ha estado a la altura de su concepto y propone su rescate en el contexto chileno. En La Constitución Tramposa (2013), Atria es un militante de la causa de la asamblea constituyente, convencido de la urgencia de una nueva constitución, es decir, de un nuevo fundamento para el contrato social chileno[4]. En todos estos textos pueden hallarse metáforas teológicas no del todo desarrolladas, como por ejemplo la comparación atriana entre el mercado y “el reino de Caín”[5]. Este conjunto de obras, leídas por separado, parecen simples propuestas parciales, sectorizadas o enfocadas en determinados debates de políticas públicas. Sin embargo, cuando son leídas en conjunto, se presentan como un sistema cuya clave lingüística descansa en la Teología Política atriana. Al comprender la tesis teológica de Atria, podemos entender, en su totalidad, su visión del Estado, la Constitución y el Derecho. De esta forma, las metáforas que se hayan sembradas en sus obras particulares, encuentran su código de lectura en La Forma del Derecho.
El evangelio según Fernando
¿Qué es la teología política? Esta pregunta admite una serie de respuestas que tienen en común lo siguiente: La teología política es el estudio de las relaciones entre los conceptos políticos y los conceptos teológicos. Carl Schmitt, el jurista alemán más influyente del siglo XX, es el autor más leído sobre la materia. En concreto, al comienzo de la tercera sección de su famoso ensayo Teología política se encuentra la afirmación en la que Schmitt sostiene que:
Los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su evolución histórica, en cuanto fueron transferidos de la teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos. El estado de excepción tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología[6].
En palabras simples, Schmitt sostiene que la teología y la política se encuentran unidas no, meramente, por razones históricas, derivando una de la otra. Más profundamente, Schmitt sostiene que ambas dimensiones comparten una “estructura sistemática” cuyo conocimiento “sería imprescindible”. A partir de este párrafo, los estudiosos de Schmitt han derivado una serie de álgebras, metáforas y analogías. El propio Schmitt presenta su obra como un sistema de metáforas, comparando a dios con el pueblo legislador, al estado de excepción con el milagro y otras figuras que compartirían, según Schmitt, “análoga significación”. Esta idea de la análoga significación schmittiana es reconceptualizada por Atria como un modo de significación común entre teología y política. Atria lo explica en sus palabras:
La razón por la que hoy vivimos bajo ideas muertas es que no tenemos un lenguaje para hablar de nuestras instituciones que no nos fuerce a elegir entre ingenuidad y cinismo. Aquí, hacia el final de este libro, quiero sugerir que esta situación no es específica del lenguaje político, porque es también el problema que enfrenta el discurso teológico. El discurso político y el discurso teológico, entonces, comparten las mismas patologías. Y eso no es accidental, porque es consecuencia de que ambos comparten el mismo modo de significación[7].
Pese a estar vinculado biográficamente con el nazismo, Schmitt es un autor sumamente citado en la última década, especialmente por las izquierdas. Podemos mencionar, por ejemplo, a Chantal Mouffe y Ernesto Laclau quienes teorizan sobre una utilización rupturista de los conceptos schmittianos[8]. En la misma línea, podemos leer al diputado madrileño Iñigo Errejón, uno de los intelectuales detrás de la primera irrupción del movimiento español Podemos[9]. Detrás de este schmittianismo posmoderno, se puede observar las tesis del psicoanalista Jacques Lacan cuyas ideas, como “los significantes vacíos”, son claves para entender el pensamiento de Mouffe, Laclau o Errejón[10].
En Atria, en cambio, la influencia de Schmitt no deriva hacia el psicoanálisis, sino hacia el cristianismo. ¿Cuál es el modo de significación de la teología y la política? La respuesta a esto es lo que Atria llama “Significación Imperfecta” una especie de patología, en sus palabras, que escondería la misma nomenclatura, aquella que permitiría decodificar la clave teológico-política. Dice nuestro autor, radicalizando la tesis de Schmitt,
Como la teología y la política comparten el mismo modo de significación, la ininteligibilidad de los conceptos políticos que hemos constatado es la ininteligibilidad de los conceptos teológicos. Esto es ocultado porque, a diferencia de los conceptos políticos, los conceptos teológicos no nos parecen ininteligibles (cuando más, nos parecen pura y simplemente falsos). Pero los conceptos teológicos así rechazados o aceptados son conceptos teológicamente distorsionados, son formas de idolatría. Esta es la razón por la que a mi juicio no hay mucho que decir sobre teología política sin entrar en discusiones teológicas (no se puede hacer teología política sin teología, y no se puede asumir que las nociones teológicas están ahí, esperando a ser utilizadas por el jurista)[11].
(…)
El punto aquí es que nuestro lenguaje acerca de Dios es un lenguaje que no puede dar cuenta de aquello a lo que se refiere. Es por eso que debe recurrir a analogías (como «creador”) o metáforas (como «padre»). En breve, a lo que Hegel llamaba «representaciones». Y, por supuesto, la primera metáfora es “dios”. En efecto, Dios es una palabra pagana de la que la teología cristiana se apropia para decir: no hay dioses. Pero es una palabra que no indica en sentido alguno su contenido, que funciona como si fuera un nombre propio. La razón de esto es que cuando hablamos de Dios estamos hablando de aquello de lo que no se puede hablar[12].
¿Qué es aquello imperfectamente significado por el lenguaje teológico-político? La respuesta de Atria a esta pregunta nos permite acceder a la bóveda final de su sistema: el Reino de Dios. Tanto la política como la teología tendrían un norte común: el mundo por venir, la parusía, el mutuo reconocimiento recíproco de todos los seres humanos. Así, observamos una salida revolucionaria sumamente similar a la Teología de la Liberación, aquella tradición surgida en el siglo XX al interior de la Iglesia Católica. En su mejor versión, esta corriente del catolicismo, especialmente en América Latina, combinó el marxismo y la fe cristiana, ambas emparentadas en su horizonte emancipador. Desde este punto de vista, el socialismo de Atria -visible en sus otras obras- parece más nítido y sugerente: es una forma de cristianismo político. El Derecho, como sistema, sería una anticipación de lo que será ese momento donde ya no necesitaremos instituciones para regir la vida, pues el reconocimiento recíproco no necesitará estar mediado por el lenguaje imperfecto de la política.
Así, en la parte final de La Forma del Derecho, casi imperceptiblemente, Atria pasa de referirse a la teología en general a abrazar la teología cristiana. La tesis de la primera parte, leída desde la parte final, permite entender que, según el autor, la ley y la constitución anticipan el reino de dios. El reino de Dios no será un momento después de la vida, sino un momento después del derecho. Aquí conviven, fraternalmente, como hijos de la misma idea, el Comunismo y Cristianismo. En otras palabras, la emancipación será cristiana, el final de capitalismo será también el advenimiento del reino. Hasta que llegue ese momento, sabemos que Dios está aquí, pero todavía no. Del mismo modo, el mutuo reconocimiento recíproco de la humanidad ya está aquí, mediante el derecho, aunque de forma imperfecta. Solamente desde el futuro salvífico podremos ver, entonces, aquello que nuestras prácticas humanas actuales -teología y política- significaban de forma imperfecta. Podemos inferir, entonces, que ese momento nos traerá, también, un nuevo lenguaje que regirá lo humano.
Dios ha vuelto
La clave de esta idea es que no es una referencia pasada entre cristianismo y comunismo, sino que es una referencia futura. Al volver a colocar el acento en el horizonte salvífico, Atria reencarna la tradición de la teología de la liberación. Reinterpreta, por ende, el vínculo entre el catolicismo y la revolución. La clave para entender esta arista radica en la noción de “anticipación”. El derecho anticipa la forma en que nos relacionaremos cuando ya no necesitemos instituciones. El profeta cristiano, que anticipa la segunda venida del Dios todopoderoso, es convertido en el pueblo soberano que anticipa su propio destino:
A diferencia de todos los conceptos jurídicos, el concepto de «pueblo» no puede ser entendido pre-institucionalmente (…) Pero sin correlato pre-institucional que lo haga inteligible, las instituciones democráticas no son nada sino formas, ritualidades (…) Las opciones no parecen demasiado atractivas: las instituciones democráticas son formalismos vacíos, neoliberales o etnocéntricos. Por eso hoy vivimos bajo el imperio de ideas muertas, es decir, ideas que son operativas pero que son ininteligibles. Y no tiene nada de extraño que sean ininteligibles, dadas las opciones entre las que debemos elegir una vez que hemos perdido de vista el modo de significación de nuestro lenguaje político.
Para poder escapar de esta disyuntiva que nos impide entender nuestras instituciones es necesario significar imperfectamente. Entonces podremos decir que: a diferencia de los demás conceptos jurídicos, y dado su carácter fundante de toda forma institucional, el concepto de pueblo que da inteligibilidad a las formas institucionales no es pre-institucional, sino post-institucional: es una forma anticipatoria de hablar de la humanidad completa[13].
Esta teología anticipatoria necesita, como es obvio, un momento de invención, un momento que no haya sido anticipado y que, a su vez, sea anticipación de un hecho futuro. Esto aplica, como sistema de metáforas, a Dios, como también al Pueblo. ¿Cómo era el mundo antes del cristianismo? ¿Sobre qué teología política se sustentaban las instituciones? Atria lo explica:
Antes del cristianismo habían dioses, y antes de la democracia habían pueblos. Así como la teología cristiana se apropia de un concepto pagano, el de dios, para subvertirlo y transmitir la idea de que no hay dioses, la tradición democrática se apropia de un concepto antidemocrático, el de pueblo, para subvertirlo y transmitir la idea de que no hay pueblos. Por eso Dios, como el pueblo, es portador de negatividad. «Dios» es la negación de todos los déficits humanos, y por eso puede decirse: es amor. (…) «Pueblo» es la negación de todos los déficits políticos, y por eso puede decirse que es el radical reconocimiento recíproco. De nuevo, esto no es una afirmación acerca de lo que el pueblo es, sino acerca de qué niega los déficits de politicidad. Lo contrario es idolatría, religiosa o política[14].
Este párrafo contiene una serie de afirmaciones polémicas, aunque aquella que más destaca es la interpretación que Atria tiene del cristianismo. Según Atria, el cristianismo es inventor del Dios vacío, el Dios innombrable, el Dios de dioses. Del mismo modo, la teoría democrática, emanada de la modernidad, sería la partera del pueblo soberano. Las referencias a dioses o pueblos, en particular, devendría -entonces- en idolatría. Atria pasa por alto, sorprendentemente, que esta es una idea propia de pensamiento judío cuyo dios es innombrable, es un dios de dioses. Por eso, la tradición cristiana nace del judaísmo y se reinterpreta como judeocristianismo. En esto hay algo más que tres mil años de diferencia entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.
No puede ser mera ignorancia de Atria sobre la historia de las religiones. Al revés, nos devela el secreto insondable del autor: es su fe en el Dios cristiano lo que sostiene su sistema de metáforas. Una vez alcanzado este nivel de abstracción, podemos observar, con cierta claridad, la influencia del platonismo en estas ideas. En la tradición platónica, emanada de la relectura medieval de El Mito de la Caverna y La República, el filósofo rey entendía la diferencia entre el mundo exterior y el reflejo de las sombras en la caverna platónica. Así, el filósofo se volvía imprescindible en la sociedad platónica, por ende, era él quien debía gobernar pues tenía la capacidad indispensable para distinguir la “realidad” de la “apariencia”. De forma análoga, en la tradición de la teología política observamos dos dimensiones, relacionadas entre sí mediante un “modo de significación”. Este código debe ser decodificado por el teólogo-político entrenado en estas metáforas. Asimismo, el lenguaje político que significa imperfectamente necesita del jurista que, como el sacerdote, “traduce” el sentido de la metáfora.
De este modo, el rol del jurista se confunde sistemáticamente con el del sacerdote, configurándose como un “filósofo rey” platónico. La teología política, entonces, permite un posicionamiento del jurista-sacerdote como un “intelectual del régimen”, lo que explicaría el rol de Carl Schmitt en el nazismo alemán, de Jaime Guzmán en el pinochetismo o la influencia póstuma de Donoso Cortés en el franquismo español. Del mismo modo, la influencia de Atria en el nuevo régimen chileno tendrá un alcance teológico-político. Pese a sus diferencias, los cuatro mencionados -Donoso, Schmitt, Guzmán y Atria- comparten el rasgo de ser pensadores de lo político en relación con el derecho. Aquí, en los cuatro casos, nos enfrentamos a textos de un marcado catolicismo que se vuelca hacia el pensamiento político.
Si la tesis de este artículo es correcta, estamos ante un pensador de profundas raíces católicas, que permiten vislumbrar el rasgo principal de la nueva cultura política chilena: estamos ante una avanzada cristiana. A su vez, esto nos permite “anticipar” el capítulo siguiente del proceso chileno: un Momento Mesiánico, esto es, la aclamación de un líder que multiplicará el pan y los peces, con el gasto público como espíritu santo y la nueva Constitución como verbo divino.
Algo de eso ya se intuye en el ambiente.
Quizás, esta vez, debajo de los adoquines encontremos arena de playa.
Referencias
[1] Atria, F. La Forma del Derecho. Marcial Pons, 2016. P.22.
[2] La Forma de Derecho, P. 20 y 21.
[3] La Forma de Derecho, P.22.
[4] Véase los libros de ATRIA, F. Mercado y Ciudadanía en la Educación. Flandes Indiano (2007).
La Mala Educación: Ideas que inspiran al movimiento estudiantil en Chile. Catalonia (2012).
Veinte Años Después: Neoliberalismo con Rostro Humano. Catalonia (2013).
La Constitución tramposa. LOM. (2013)
También es coautor del libro El otro modelo: del orden neoliberal al régimen de lo público. Debate (2013).
[5] Este punto es analizado, sin la debida profundidad, por HERRERA, H. Razón Bruta Revolucionaria:
La propuesta política de Fernando Atria. Editorial Katankura (2021).
[7] La Forma de Derecho, P.424.
[8] Véase LACLAU y MOUFFE, Hegemonía y estrategia socialista. Editorial Siglo XXI. (1987).
[9] Véase ERREJON, I. Con todo: De los años veloces al futuro. Planeta (2021)
[10] Véase STAVRAKIS, Y. La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, Teoría, Política. FCE. (2010)
[11] La Forma de Derecho, P. 434.
[12] La Forma de Derecho, P. 439.
[13] La Forma de Derecho, P. 464 y 465.
[14] La Forma de Derecho, P.461.
Con razón…..
Interesante artículo, que quizás nos permita tener antecedentes de cómo algunos intelectuales chilenos a través de pensadores de gran nivel cómo Smith, tratan de construir un post marxismo
Una tiradera al estilo Garín. Cuál será la respuesta de Atria?
Como lego en materia del derecho, el ideal que uno espera con posterioridad a la lectura de esta columna, es que a partir de los comentarios, surja de ellos un enriquecedor debate de ideas.
En ese sentido, más que “Deja un comentario” debería decir “Deja un análisis, si es crítico, mejor”.
Simplemente, sobresaliente el análisis.
Relato y descripción crítica, casi deliante, de cosas ininteligibles y no comparables en su esencia. Propio de perturbados mentales
Acabo de leer esta alucinante divagación, y guardando las distancias en muchos sentidos, me recordó esos paseos intelecto-literarios que caracterizaban a Miguel Serrano; resumiendo, mucho de contenido, pero sus conclusiones me parecen -al menos- antojadizas.
PD Así como se dijo “París bien vale una Misa”, digamos que una piñata no vale una Constitución.
Raro análisis, se nota el esfuerzo de buscar misticismo donde no lo hay
El criterio observador, crítico y analítico de Renato Garín deja mucho que desear. No fue Renato el que patrocinó a Rodrigo Rojas Vade como vicepresidente de la CC como alternativa a Jaime Bassa? No fue RG el que tuvo una “pataleta” en las redes cuando un militante de RD lo criticó. Entonces se enredó con Georgio Jackson. Fue el mentor de Florcita Motuda. He seguido a RN por su inteligencia y gran intelecto, pero siempre le he criticado su forma burlesca, agresiva y despiadada que tiene contra sus rivales, similar al que usa Pamela Jiles. Sus principales rivales no están en la derecha, son todos y todas del Frente Amplio. Recuerdo esa entrevista con Freddy Stock en la que dijo que Catalina Pérez no sabía hablar castellano. Una característica de RN es perder el control cada vez que es criticado.
Interesante como se critica la capacidad de análisis y seriedad de alguien y luego se pasa a hablar de controversias de alguien, abandonando cualquier tipo de fundamento a la crítica inicial. La columna plantea una mirada que te puede parecer o no, pero difícilmente podría calificarse de «poco seria» y menos «despiadada». Adonde?. Andan muchos detrás de la piñata Garin parece.
Simplemente de tu a tu, Atria nunca se la pudo con Guzman (y eso que esta muerto)…
Siempre me llamado la atención la deriva ultra institucionalista del Frente Amplio. Pensaba que se trataba únicamente de un gesto heredado, propio de las elites chilenas. Que hacían irreflexivamente lo que les sirvió a sus padres para atornillarse en el poder.
Es interesante saber que hay un fundamento teórico que respalda la conducta. La nueva elite ñuñoina no es post marxista, es cristiana. No lo había visto así. Buen articulo.